viernes, 21 de febrero de 2020

YNWA

Todo empezó con uno de estos sorteos que los sabes, que lo hueles, y que por si fuera poco eso, la probabilidad está ahí para darte la razón cuando menos lo quieres. Liverpool, Anfield Road, The Reds, You'll never walk alone, European Cups: el más grande de Las Islas. Dicen que el mejor equipo del mundo a día de hoy. Más de una vez se me habrá visto el plumero con este club, cuya pasión como local, sus cánticos, sus proezas, me han hecho respetarle y admirarle hasta asomarme a los abismos de la bigamia futbolera, como si de un amor de Erasmus se tratase (hablo como si me hubiera ido, cuando me tiré toda la puta carrera yendo de Antequera a Málaga chupando carretera). Como ya pasara con la Juventus el año pasado, es una gran responsabilidad sintetizar y hablar de tamaño club, pero aquí soy infalible, como Gerrard chutando desde fuera del área, o como Torres tirando un desmarque hacia The Kop (la inefable grada sur de Anfield). Pero digamos que sesteé un poco, cual cigarra invernal, posponiendo una y otra vez mis obligaciones blogueras, y me he plantado en los partidos de ida de octavos con los deberes sin hacer. Precisamente ese mágico 1-0 en el Metropolitano, que ya nadie nos podrá arrebatar, ha servido de acicate para que termine de una santa vez este artículo.

1892. John Houlding, tras ver cómo los inquilinos de su estadio, el Everton FC, le dejaban por abusón con el alquiler, se preguntó qué hacer con tal terreno sin uso. No se quedó corto, y decidió fundar su propio equipo, que acabaría llamándose Liverpool Football Club. Y anda que el Everton... vaya oportunidad que perdieron de ponerle el nombre de la ciudad al primer equipo que surgió. Como dice el gran Ilie Oleart, los Toffees "no eran muy listos". Aunque saborearon las mieles del triunfo desde bien pronto, la historia del club, que por aquellos tiempos vestía de rojiblanco, era de más pena que gloria. Hasta los cincuenta "tan solo" habían ganado cuatro ligas. Todo comenzó a cambiar a finales de 1958. Después un lustro en la Second Division y una sonrojante eliminación en FA Cup. Llegó entonces cual Simeone a la ciudad del río Mersey un escocés que iba a cambiar el devenir del LFC. Tras un periodo de maduración, subió al equipo a la primera división, y ya que estaban, ganaron su primera copa inglesa y varios títulos de liga.

El susodicho era un tal Bill Shankly, que además dio al Liverpool una de sus señas de identidad más características: el rojo en la totalidad de su uniforme. Más razón que un demonio tenía cuando pensó que eso les haría más temibles. Otro símbolo fruto de su legado es el cartel que precede al estrecho túnel de vestuarios, por los siglos de los siglos: 'THIS IS ANFIELD'. Pero no se engañen, esos golpes de efecto tan solo trufaban un fútbol ya de por sí eficaz y perfeccionado al milímetro. Todo se cocía en la Boot Room (la sala de las botas), donde no solo Shankly, sino sus profesionales de confianza, se compenetraban de fábula en ese humilde habitáculo para labrar la etapa de éxito continuado más grande del equipo cuyo emblema, al igual que su ciudad, es el liverbird. Con Shankly llegó la comunión total entre grada, cuerpo técnico y jugadores; además ligas, copas y una copa de la UEFA, pero aún había más, mucho más... 

Por si fuera poco, Bob Paisley, un excelente estratega y ojeador, exjugador además del propio Liverpool, tomó las riendas como sucesor natural del escocés, que no acabó muy bien con la directiva, pero que tiene una estatua y una preciosa puerta en el estadio. Volviendo a Paisley, subió la apuesta y además de otra UEFA, como si de una progresión irrefrenable se tratara, trajo para la ciudad scouser tres Copas de Europa, lo cual indica que ganó varias ligas, un total de seis, y varias copas inglesas. El éxito fue seguido por otro Boot Room guy, Joe Fagan, con un triplete, cuarta orejona mediante. En ese periplo de técnicos para el recuerdo, también hubo jugadores míticos como el delantero Kevin Keegan, quien se fue en un traspaso astronómico al Hamburgo, el galés Ian Rush (máximo anotador), Ian Callahan (más partidos con el club) o las piernas de espagueti del bigotudo zimbabués Bruce Grobelaar, que amargó la noche a la Roma en el Olímpico en aquella final europea de 1984.

Kenny Dalglish, otro escocés, vino a sustituir Keegan y no veas la que lió... Desde el césped y el banquillo (a veces de entrenador-jugador) continuó llevando alegrías a Anfield Road. En veinte años se habían convertido en los más grandes del Reino Unido, una leyenda europea. Dentro de esa ola cuasi eterna de éxitos que continuaron siendo los ochenta, se produjeron dos acontecimientos que establecieron un antes y un después en lo que a asistencia a los estadios se refiere en general, y en el acervo liverpudlian en particular. En primer lugar la tragedia de Heysel, con los aficionados de la Juventus como víctimas. Nada bueno puede pasar en ese estadio, recuerden a Schwarzenbeck... Ese convulsa noche, el Liverpool perdió su primera final de Copa de Europa (tras haber ganado cuatro), recibiendo además una sanción de cinco años, extensiva a todos los equipos ingleses, que les privó de jugar en Europa. Muchos evertonians aún maldicen a sus rivales de la ciudad por ello, ya que les impidió hacerse hueco en el panorama internacional cuando estaban en su momento más dulce. Cuatro años más tarde, otra pesadilla en las gradas: Hillsborough. Allí perdieron la vida 96 aficionados rojos hacinados entre pánico, cemento y rejas oxidadas. Era una semifinal de copa, disputada en campo neutral. La mala gestión policial fue ocultada durante años, pero si hay algo que guardan con celo los seguidores del Liverpool, es el recuerdo a los que perecieron ese día. Ese tipo de incidentes hoy se antojan impensables, pero tuvieron que ocurrir verdaderas catástrofes para la gestión actual de los espectadores.

El fin del hooliganismo duro, la revolución global del fútbol, la operación de tetas de la First Division que derivó en la actual Premier League... Todo ello venía de serie con los noventa, y al Liverpool no le sentó bien. Un decenio de sequía, que terminó con el triplete de 2001. Dirigidos por Gerard Houllier, ganaron UEFA, FA Cup y Copa de la Liga. Owen, Fowler, McAllister, Heskey, o un incipiente Gerrard, componían la plantilla de aquel oasis de felicidad. Entre medias el Manchester United había vuelto a convertirse en el referente inglés, con un pujante Arsenal de propina. Menos de un lustro después de esa inolvidable temporada, llegó otra aún más notoria. Rafael Benítez era el técnico de aquel Liverpool, ya con Steven Gerrard de estrella, que remontó tres goles en la segunda parte al Milan en Estambul 2005. Otra muesca más en la leyenda de remontadas y del espíritu ganador de este club. Seguramente por eso les eligió Fernando Torres para marcharse y dejar atrás al Atleti allá por 2007, justo tras caer los ingleses en la final de la Champions ante el mismo rival que dos años antes. 

Pero no nos engañemos, lo que antes eran décadas de dominio incontestable, se habían tornado en temporadas puntuales de éxito rotundo que, ya las quisieran la mayoría, suponían la excepción en un mar de decepciones. Todo ello con la obsesión de la primera Premier de fondo, la cual pocas veces llegaban a pelear. Al Man United (el enemigo íntimo) se les sumaba (por no decir que le relevaban) el Chelsea y el petrolífero Man City. Afortunadamente,  los reds no perdieron la calma, y empezaron a reconstruirse desde los cimientos, pero sin cambiar de estadio, como se llegó a especular. Eso sí, la Boot Room fue demolida para hacer sala de prensa, yo estuve allí y comprobé lo humilde que era. Así me gusta cojones: instalaciones espartanas. Se juega como se vive. Esa identidad industrial no exenta de grandeza nunca la han perdido a pesar de los años. Por eso me entusiasmó visitar Anfield en 2014 (también vi Old Trafford eh).

En un ejercicio de vuelta a los orígenes de la gloria, miraron al este y vieron a un alemán gafotas pero con pinta de profe guay de educación física. Jürgen Klopp: The Normal One. Poco a poco fue rescatando el carácter competitivo con un estilo muy reconocible hasta llegar a lo más alto. Como muestra de intenciones a medio plazo, el alemán, que se me cayó del pedestal tras su plañidera rueda de prensa en el Metropolitano, prohibió a sus pupilos tocar el This is Anfield hasta que no ganaran algo grande, entre otras cosas porque él con el Dortmund lo tocó de visitante y les cascaron 4. Y vaya si lo han hecho... El Liverpool parece haber retomado el ciclo ganador con más fuerza que nunca, y nosotros tendremos el privilegio de vivir una noche europea de gala (y garra) en tan mágico escenario, máxime cuando su dominio en el panorama internacional pocos lo discuten. Sin más me despido, mientras recuerdo que yo, me cago en la puta, toqué el dichoso cartelito sin pensar si gafaría a mi Atleti querido. Esperemos que haya prescrito ya, ¿no, Oblak?