sábado, 18 de agosto de 2018

Recuerdos de Tallinn

Antes de que esta experiencia sea arrollada por el césped y la cal de la liga y la Champions, haré el agradable esfuerzo de relatar en primera persona las visicitudes de la expedición que Antonio ENP y yo, el mejor atlético del mundo, llevamos exitosamente a cabo. Nuestra odisea báltica comenzó en pleno barrio obrero de Málaga, con el aura de la feria rondando. Coche en uno de los parkings del aeropuerto y primera sorpresa: un pantalón corto delataba como fan del Atleti a otro compañero de viaje, en este caso jiennense. El vuelo nocturno hasta Helsinki fue una tortura, lo único destacable fue la agradable conversación con una finlandesa que se preguntaba qué leches era tanta camiseta rojiblanca. Tras la eterna escala en tierras finesas, un avión de hélices cruzaba la charca que separa la capital suomi de la estonia. Sobrevolando Tallinn (se pronuncia Tálin en estonio), vislumbramos el A. Le Coq Arena. ¿Qué pasaría esa misma noche? En el aeropuerto mucha ambientación supercopera, y en el tranvía hacia la pensión conocemos a una estonia que hablaba español y a una española. ¿Pedirles el número para tener un plan alternativo y conocer la ciudad de buena mano? Qué va! Eso es de perdedores hombre! Lo mejor es arrepentirnos cada media hora de no haberlo hecho. La puta mierda de pensión merece mención aparte: ahí nos hubiéramos tirado una hora que no nos habrían hecho caso hasta que no terminaran de limpiar. La clientela: gente ruidosa y maleducada aderezada con japoneses y guiris despistaos con la camiseta del Madrid.

Es el momento de decir que Tallinn es una ciudad que se recorre perfectamente a pie, y que es razonablemente bella, como una joya de las que las abuelas dan en herencia a las nietas al casarse. La embriaga una pátina de antigua república soviética mezclada hábilmente con la influencia nórdica. Cerca teníamos una zona digamos de negocios, con centros comerciales y los hoteles de ambos equipos. A continuación, en una patada te plantabas en la puerta de Viru (significa bisagra bolo!), y ahí empezaba la beldad del centro histórico, duplicada para el europeo meridional por sus picudas y coloridas fachadas, tan extrañas en el sur. Entre las dos torrecitas de teja naranja que custodiaban la entrada, un rosario de banderas rojiblancas. En el interior de ese casco antiguo, precios intermedios en las comidas y caros en los recuerdos; eso sí, seguramente baratos respecto a otras ciudades más masificadas por el turismo. En un día te pateas la ciudad de sobra. Nosotros al día siguiente teníamos muchas horas de margen para rematar la visita, y tras una minisiesta y ver la descafeinada subida al autobús de los jugadores le tiramos para el campo. Cosa curiosa la iniciativa de la UEFA, ya que las entradas no eran físicas, sino habilitadas desde una aplicación activando el bluetooth. Todo fue sobre ruedas, y mientras entrabamos por nuestra puerta, cuajada de seguidores colchoneros de todo el mundo, un tren colindante atronaba con su bocina a modo de saludo: buen augurio. El estadio, independientemente del resultado posterior, me pareció coqueto. Los precios de su interior, qué les voy a contar. Suertudos por ser posicionados totalmente anexados al fondo de seguidores del Atleti, en una suerte de apéndice de nuestra gente, y con el plus de estar cerca de la bocana de salida de los jugadores, pero con la rémora de dos estonios pseudoultras, borrachos y vociferantes casi tanto como yo, y que apoyaban a la vikingada. Enseguida empezaron las fricciones, aunque con nosotros eran paradójicamente amables. De hecho, nos felicitaron tras el gol de Costa cuando aún las manecillas del reloj no se habían desperezado. En el minuto 40, tras el empate madridista, que se veía venir desde mi casa por cierto, la politsei despachó a los individuos, y quedamos Antoñito y yo como únicas voces en esa cajita que era la esquina sureste superior del estadio estonio. Al descanso, sin cobertura más que para mensajes, decidí atar mi bandera a la reja metálica para matar el tiempo, mientras nos conjurábamos para la que se avecinaba. Iba a ser durísimo, y la reflexión era clara. El Atleti estaba tratando de tú a tú al Madrid. Ni rastro de ese dominio encabritado al que por rachas nos han sometido frecuentemente. Los nuestros, quizá con menos sensación de peligro, devolvían los golpes con un Rodrigo y Lemar integradísimos.


Entonces llegó la segunda parte, y en el momento más soporífero, el penalty tonto de Juanfran. La transformación del cara caballo y su posterior bailecito no me removió la bilis. Simplemente estaba triste porque la fiesta podía estar cerca de terminar aguada, y uno estaba allí, a 4300 km de casa, en una ocasión única en la vida. El desánimo me animó a ir a mear. Total... si marcaba el Atleti y me lo perdía por ir al servicio me iba a alegrar igual. Poco después, en la portería contraria devolvía la igualada DC, y quizá fue el gol que más saboreé y aprecié, aunque fue el más comedido por mi parte. Era un orgullo absoluto habernos repuesto a la remontada merengona. Mi yo conformista me susurraba para consolarme del sufrimiento que se venía, diciendo cosas como que 'en cualquier caso el Atleti había dado la cara' y mierdas por el estilo. Pero cuando empezó la prórroga, al Le Coq se le puso cara de Bernabéu, y los cambios del Mono surtían efecto en su totalidad, y donde un día fue un cabezazo de Miranda, aparecieron dos goles fruto de la voracidad rojiblanca, que olió la sangre en un rival habitualmente intratable probablemente debido a la revitalización de todos y cada uno de los cambios. En el misil de Saúl me marqué un Fernando Vázquez por la banda de San Lázaro, y en el de Koke, rayano al paroxismo, me golpeé, me besé la camiseta, me destrocé las rodillas contra la chapa de la tarima, y por poco no pierdo las gafas, que recuperé con la agilidad de mi propio gatito, que esperaba en casa ajeno al pequeño Calderón que había instalado en el fondo sur tallinés. La segunda parte de la prórroga me la pasé implorando arrodillado tras mi bandera, constatando que cuando uno está obsesionado con el objetivo, ni le duelen las manos al martillear el travesaño metálico, ni mucho menos le pica la faringe al cantar, porque uno golpea con el corazón y grita con el alma.


La celebración fue un bonus track inolvidable. No tiene precio ver el hervidero atlético secundado por los jugadores, con el aprecio al título de los veteranos que saben lo que cuesta y la ilusión de los novatos, muy arropados por la afición en este acto de merecido regodeo. Mención especial al Mono Burgos. Todo lo que te diga es poco. Con tu libreta pegada al pecho y tu pinta de tenor de La Scala me tienes totalmente entregado. Meritazo de nuestro contramaestre, que tose copas cada vez que pisa el área técnica. Luego vuelta al redil, siguiendo el reguero rojiblanco, tras intercambiar mensajes de felicitación y felicidad con nuestra gente. Sin cenar, directamente a dormir la mona, tras descartar por miedo a una clavada la entrada al club de striptease que teníamos en mente antes de dejarnos la vida en el estadio. Al día siguiente, despedimos a Tallinn desde el prisma de la victoria. La pequeña capital báltica parecía más bonita si cabe, sus mujeres más guapas aún, y donde el día anterior había una capota de grisáceos nimbos, brillaba sutilmente un sol blancuzco. Compra de recuerdos, cervecita de pleitesía, e inesperado botín de chapas de cerveza para mi colección: a pesar de probar una de barril, la dependienta y el césped de los aledaños me ayudaron en mi misión secundaria. La otra era encargarle a mi sobrino Bati un ejemplar de periódico deportivo del día, el que tuviera la portada que más mostrara al equipo como un bloque.


La vuelta a casa se antojaba eterna en el control de seguridad, que terminó retrasando el posterior Helsinki-Málaga. El mini juego escape-room que nos ventilamos durante el trayecto Antonio y yo fue un símil del pasatiempo angustioso que era el vuelo en sí. Luego llegada al aeropuerto, choques de manos rojiblancos, y así se dispersaba parte del bastión de valientes que fueron a ver cómo el Atlético de Madrid escribía otra página en su códice sagrado que siempre recordaremos. Concluyo adaptando una lapidaria frase que leí en otra bitácora colchonera: "La Supercopa de Europa es un trofeo, el premio es ser del Atleti."

lunes, 6 de agosto de 2018

La máquina del tiempo

La última vez que me pasé por aquí teníamos una copa menos, hasta que nuestro eterno capi14n, siempre lo será, da igual que esté en Catar o en Leganés, selló con el tercer tanto una final fea, donde se ganó industrialmente al todo pasión Olympique, que hasta el primer gol de Griezmann, por aquel entonces con la azulgrana debajo de la rojiblanca, nos había puesto el culo prieto y la oreja llena de moscas. Ese título, que probablemente fuese el trofeo europeo donde más éramos favoritos, se ganó y festejó con mesura. Quizá el mayor motivo de celebración fuera que por fin Fernando conseguía un título con el equipo de su ánima. Luego decliné la opción de ver su despedida en directo para que mi hermana pudiera disfrutar de una aventura sin nietos, ya habrá tiempo propio de ir al nuevo estadio. Ya habrá tiempo de recordar a Torres, sus goles; a Gabi, sus robos; mejor dicho, de no olvidar.


La Europa League y sus réditos... una de las ventajas que tienen estos campeonatos es la opción de disputar copas posteriores. La Supercopa de Europa, a la que se enroló días después el Madrid, quién si no, esperaba en Tallin. Capital de un país que en mi infancia siempre me inquietó. Por suerte, yo era un niño raro, no me conformaba con jugar a la pelota en la calle, y cuando lo hacía en mi patio, me flipaba y pensaba que jugaba con selecciones de las banderas de una vieja enciclopedia. Pero entonces la tele, ¿qué coño es internet?, se encargó de joderme el panorama hablando de países nuevos, con nombres raros. ¿Era Estonia? ¿Etonia? ¿Letonia era lo mismo?  ¿Y por qué Valery Karpin jugaba para los rusos habiendo nacido en Tallin? Cambiar a Rusia por la URSS fue fácil, pero ¿y los otros fragmentos? Simplemente daba rienda suelta a mi imaginación o esperaba a alguna retransmisión de juegos olímpicos o atletismo para tratar de rapiñar nuevas insignias nacionales. Mientras, en la libreta donde apuntaba los resultados de esos partidos imaginarios, la bandera estonia permanecía huérfana, solo con el nombre impreso en boli azul. Luego llegó un Atlas más moderno, luego la Encarta, las pajas con VHS, las pajas con internet, e internet como tal por supuesto. Ya no tenía tanta gracia... No obstante, mantuve ambas pasiones, fútbol y vexilología.


Un destino cuya lejanía es inversamente proporcional al tamaño de su estadio, ergo pocas entradas disponibles, pero un propósito tan sólido como poco probable sería cumplirlo. Este tipo de experiencias requieren un igual, un compañero de aventura. Todo se fraguó rápido, en un grupo de wasap del trabajo. Enseguida Antonio ENP y yo decidimos bailarle el agua a la UEFA y apuntarnos a su sorteo para tratar de ir a Tallin. Todo ello previa petición de permiso en casa, si no de qué. Mi mujer sabe muy bien mi punto débil, y desde aquí te digo, por si lo lees, que por mis huevos tenemos que volver juntos, es que ni te voy a hacer espoilers de la ciudad de lo seguro que estoy. La verdad que sería la ostia pod... ¡Pero calla ya coño! ¡Que le jodan a los clubes, que empieza el Mundial!


Porque Tallin, ajena al tumulto que la rodeaba, seguro que ya solo piensa en que el Atleti va a jugar allí como evento de la década, pero está a pocos kilómetros de la nación otrora imperio que organizó la que ha sido mi sexta copa del mundo como futbolero. USA 94 es especial pero no cuenta, solo vídeos de mis primos mientras se preguntaban qué habría pasado si ese día en Boston Sandor Puhl hubiera expulsado a Tassotti por echarle abajo el tabique a nuestro actual seleccionador. Todo giró entorno a esta posición desde el principio para España en la cita del país euroasiático. Nunca sabremos hasta qué punto la erupción del caso Lopetegui y el rígido relevo de Hierro afectó al devenir de los nuestros, pero está claro que tal como se dio todo, deberían haber llegado más lejos, que les faltó profundidad, y que hay una certeza que poca gente ve: se antepone el toque pastoso, no por pasto verde, sino por pastoso de pesado como una puta carbonara en medio la plaza la Constitución en Julio, se antepone digo, a toda rebelión en forma de desmarque directo o ruptura del plan establecido. Lo poco que rompía ese enfoque era el eternamente cuestionado Costa. Parece pecado apostar por algo distinto, aun viéndose que la cosa no pitaba: el fundamentalismo del fútbol horizontal. Con decirles que me fui a la playa en el descanso de la prórroga... Será por haber visto a España ganar tanto y tan seguido, pero no me joden las derrotas últimamente. Desde luego disfruté el resto del mundial como un enano en un gangbang a su gusto. Vi el 95% de los partidos, me envicié como nadie al FIFA Fantasy, un Comunio con las tetas operadas. Por cierto, los dos mendas que se van a Tallin campeón (Antoñito) y segundo (yo). De las demás selecciones, me apenó la eliminación temprana de Egipto, Marruecos y sobre todo Perú, y quedándonos en Sudamérica, pues confié demasiado en la anarquía argentina porque Mes-Sí, me sorprendió que la a sabiendas excelente Uruguay superara a Portugal por similares razones, y lo que sí reconozco es que veía a Inglaterra merodear la copa con permiso de una Colombia a la que hubo que echar con forceps y una Suecia 'cholesca' como ningún otro equipo. Bélgica eliminando a Brasil fue orgásmico, el gatillazo de Alemania erógeno, y la anfitriona merece mención especial, no solo por la atípica pinta de su entrenador, que no podía evitar mirarle fijamente cada plano que nos brindaba la realización, sino por haber exprimido hasta las semillas de un equipo absolutamente terrenal. Así me podría tirar hasta mañana, pero no tiene gracia porque, seamos francos, el mundial es un festival de verano, una anormalidad que esperamos y esperamos y que cuando acaba la fase de grupos ya está agonizando. En semis ya estamos mirando de reojo los fichajes de nuestro club, y en la final, en este caso íbamos todo el globo con Croacia excepto en Serbia y la Galia. Al final Antoine, Lucas... y Lemar (a ver cómo te portas chavalín) campeonaron la cita, mientras que mi Mandyuka se quedó a las puertas y el Vrsaljko menos mal que ya la ha cogido rumbo a Milano. Gran soplo de aire fresco el de los croatas secundados por los belgas. Más recuerdos en la retina, más marcadores y goles en el disco duro cerebral. Se fue una gran Rusia 2018 y así, sin más, nos olvidamos de estos corchetes futbolísticos que cada dos años telonean el verano en forma de Eurocopa o copa del mundo... El próximo en Catar, que encima de mangonear el próximo mundial nos birló a Gabi... Si al final acaba todo en clave rojiblanca...



¿Y la Supercopa de Europa? ¿Y el sorteo? Estos hijos de puta de la UEFA necesitaban tomarse casi diez días tras el fin de solicitudes para decirte si te tocaba o no, con la consecuente angustia de no saber si habría vuelos o si el alojamiento se agotaría o dispararía. Hace 25 años apenas podías saber la bandera estonia y ahora puedes planificar un viaje a su capital desde el váter de tu piso. Tras tantear el terreno decidimos jugárnosla. Y así nos llegó la buena nueva del salvoconducto a Tallin, justo cuando Infantino terminó de sortear en su mansión de Ginebra una a una las alrededor de diez mil entradas. No teníamos muchas esperanzas de antemano, pero o bien tuvimos potra, o no hay tanta gente dispuesta a plantarse en el Báltico en agosto para ver una final bastante trillada últimamente. El caso es que por una vez en mi vida, me tocó algo. Nunca me volveré a alegrar si me cobran algo como recompensa, pero en esta ocasión va a significar ver a mi equipo en una final, cosa que siempre he dicho con la boca grande pensando en mi fuero interno la dificultad para hacerlo. Felizmente los vuelos y el alojamiento fueron pan comido, y encima sin tener mucho dolor de bolsillo. Muchas cosas han cambiado en este tiempo, pero lo que prevalece es la pasión por estos colores.